El término “Neurodiversidad”, fue acuñado en 1998 por la socióloga y activista Judy Singer, entendiendo que el neurodesarrollo es distinto entre cada persona, por lo tanto, algo natural. Cada ser humano tiene un sistema nervioso único, que integra la información de manera distinta, existiendo variaciones en las características sensoriales, neurológicas, sociales y comunicativas.
Este término cobra relevancia al entender que, dentro de esta diversidad, hay grupos de personas que comparte ciertas características. Si estas características son las que mayoritariamente comparten las personas, se denominará como “neurotípico”, por el contrario, si esas características son distintas a las de la mayoría, se entenderán como “neurodivergentes”. La condición del espectro autista, trastorno de déficit atencional, dislexia y dispraxia son ejemplos de este funcionamiento divergente. Algunos autores incluso refieren la discapacidad intelectual y algunos trastornos como el bipolar o esquizofrenia como parte de la neurodivergencia.
En Chile, 1 de cada 51 niños/niñas recibe el diagnóstico de condición autista (TEA), convirtiéndose en uno de los países con mayor prevalencia en el mundo. El déficit atencional, a su vez, es diagnosticado entre un 15 a 20% de los niños y jóvenes de nuestro país. Con estas cifras, se vuelve imprescindible acoger la neurodiversidad y validar las experiencias y vivencias de la neurodiversidad.
Este paradigma nos invita a despatologizar estas condiciones, sumándose a un enfoque ecológico, en donde las barreras para alcanzar la participación están puestas en los ambientes y contextos, por sobre los individuos.